Guillermo Roux y la flor
Publicado el julio 28, 2019
Escrito por Sonia Decker

Guillermo Roux nace en el barrio de Flores en 1929. Desde pequeño dibujará frenéticamente en su dormitorio y con solo quince años vende sus primeras ilustraciones para historietas a la Editorial Dante Quinterno.
Durante su estadía en el humilde taller de Humberto Nonni en Roma, aprenderá las antiguas técnicas renacentistas. A su regreso, Jujuy le ofrece la posibilidad de pintar al aire libre con los colores de la tierra. En New York, Milton Glaser lo empuja a dejar la ilustración para dedicarse de lleno a la pintura, que lo envolverá en los blancos y grises de sus magníficos pasteles resinosos. En 1969, a los cuarenta años, realiza su primera exposición en la Galería Bonino y allí venderá un cuadro por primera vez. Al año siguiente viajará a Arraial do Cabo, en Brasil, donde el color y la libertad ganan su terreno por primera vez.
En 1975 gana el Primer Premio en la Bienal de San Pablo y en 1982 expone en la Bienal de Venecia. París lo recibe gracias a una beca que le otorga el Centro Pompidou y más tarde llegará a Sicilia, fuente de inspiración para sus magníficas acuarelas tratadas con la potencialidad y la calidad del óleo.
Este gran artista, que nunca fue un contestatario, sabe que el arte debe producir emoción. Nunca pudo frenar sus impulsos y sus intenciones artísticas. Siempre las amoldó a cada situación pictórica que se le presentó, con el mismo rigor y la misma pasión. Más allá de los devaneos del subconsciente, Roux es un clásico que a todo se anima. Sabe equilibrar la “cosa mentale” de Leonardo con una fuertísima carga emocional libre de toda atadura.
Descubrir lo cotidiano, lo natural, es la intención que deja al descubierto en sus maravillosas naturalezas muertas donde utiliza hojas encoladas que casi eternas, le sirven como modelo. En su obra “Violín y flores”, una bellísima acuarela pintada en 1989 que pertenece a una colección particular y que acompaña estas líneas, todo es vitalidad y colorido. La materia fluye ágil y suelta como su dibujo. Cada objeto vibra de modo diferente, los brillos se ajustan a la perfección y el blanco purísimo de las azucenas surge silencioso descansando sobre la azulada oscuridad del violín. Es la captación de un instante, donde las pinceladas van componiendo casi mágicamente una perfecta armonía de forma y colorido.
Dijo alguna vez Jorge Romero Brest: “Es uno de los pocos pintores, sino el único, que me hace dudar sobre mi vaticinio sobre la pintura de caballete, pues tanta fuerza, tanto empeño y tanta justeza en las realizaciones no pueden ser soslayados”.